miércoles, 28 de marzo de 2007

Súcubo

En su amplio, iluminado y gustosamente decorado despacho mediooval, Zepporro Máximo pasea con grandes pasos yendo y viniendo y moviendo acompasadamente la cabeza. Alguien llama a la puerta.


- ¿Da su vuecencia ilustrísima permiso?

- Pasa, mi querido Manolillo, mi nuevo y flamante ministro de Milimón Milimonero. Pasa y haz tus preceptivas abdominales y flexiones. Ya lo dijo el clásico: mens sana in corpore insepulto. Pasa y acompáñame, que estoy que no estoy. Todo preparado para la gran boda, mis mejores galas, mis gayumbos de los domingos, las gafas limpias, el chocolate espeso. Todo preparado y tenía que torcerse la cosa. Mira que, por ley, somos felices felicísimos de una felicidad almibarada y exultante que, por cierto, ven aquí y dame un abrazo feliz porque somos felices, que si no tendría yo el gesto torcido esta mañana.

- Dicen que el Embajador en el país dels Forelluts y en Guilin, Marqués de Cafesí y Barón de las Sentadillas llora por los rincones, oh gran prohombre y excelencia suma.

- No es para menos. Después de su afrenta le puse en mi lista negra con firuletes dorados de superodio, lista que destruí cuando alcanzamos este estado de felicidad obligatoria, pero esa no es razón para que no debamos sentir compasión por el también Señor del Pla de la Mestra.

- El caso, reverenciadísimo señor pruna y supinamente, es que la señorita María Unpajote…

- ¡No la nombres! ¡No mentes a ese bicho! Habremos de ventilar la habitación de nuevo. Esa pérfida súcubo, aprovecharse de la ingenuidad del Embajador para seducirlo durante su cautiverio, ayudándole en su huida únicamente con la pretensión de infiltrarse en la República del flautista majadero y así conseguir información para el tarugo del siete, dejándolo tirado en la víspera de su solemne boda civil, Te Deum incluido. Pobre Embajador, y pobre de mí, con lo elegante que iba a acudir a la ceremonia.

- Entonces, vuesa alegría de nuestro pueblo…

- Entonces, ¿qué?

- Entonces, luz que ilumina nuestras noches desasosegadas y llena de regocijo con su presencia nuestra vida y nuestro futuro, le digo a la señorita Unpajote que se retire.

- Ah, ¿es que está aquí?

- En la antesala de este despacho mediooval donde con sus decisiones dignas del supremo de los próceres de la humanidad asombra al mundo.

- Pues que pase entonces

- ¿No teme, jazmines en el pelo y rosas en la cara, su presencia?

- Calla, calla. Que pase.

Sale Manuel de la Calva. Entra María Unpajote, vestida en un noventa y ocho por ciento de su cuerpo como su madre la trajo al mundo mostrándose en el dos por ciento restante muy recatada a la par que sugerente.

- ¿Sorprendido?

- Ya te digo.

- Te preguntarás qué hago aquí.

- Cuando haya dejado de deleitarme en tu contemplación probablemente lo haga.

- ¿Quieres mirarme a los ojos?

- ¿Tienes?

- Tómame.

- ¿Súcubo o no súcubo? Chatis the question.

- Sólo un invento de la mente deforme de Gandul Sagaz. Nada de lo que salga de sus entendederas es real.

- ¿Y el Embajador?

- Hubo amor. Tres microsegundos de amor. Las mejores sentadillas de mi vida. Luego se acabó. Hube de dejarlo. Sufrió, sufre y sufrirá, pero es mejor así. Tómame.

- Explícate.

- Quiero que me concedas asilo político en Ascensión Chirivella.

- Concedido. Explícate.

- Huyo del mundo irreal de Gandul Sagaz. Huyo del mundo disparatado y megalómano de Tomoya I. Necesito someterme a alguien real, brillante, inteligente, atractivo, vigoroso, sensible, aseado. Necesito que me abrace un hombre fuerte, poderoso, aguerrido, musculado, torneado, cincelado. Te necesito, Zepporro Máximo, necesito que me posea y me humille alguien como tú, que me haga sentir lo que sólo tú eres capaz de hacer sentir. Hazme tuya, Zepporro Máximo, te lo suplico.

- Vamos allá entonces.

- ¿Retozamos?

- Retocemos.

Telón. Fin del primer acto.

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